Influencia de padres estrictos

Mi amigo me invitó para vernos y yo accedí, habíamos quedado al principio para salir a alguna plaza, pero al final terminamos quedándonos en su casa. Así que eso hicimos, lo visité. Una vez en la puerta de su hogar, toqué el timbre y noté que tardó un poco en salir, así que me entretuve mirando el portón negro cerrado. 

Apenas salió y me saludó, me avisó que sus papás no estaban ahí, se habían ido y volverían en unas horas, por lo tanto, sabía que íbamos a poder hablar de temas personales libremente. Él tenía padres estrictos y sabía cuánto le dolía. 

Subimos a su cuarto y cerró la puerta a sus espaldas, me senté en su cama como si fuera mía.

—¿Estás bien?— pregunté sin temor ya que su mirada parecía apagada.

Se sentó frente a mí y negó con la cabeza.

—No, claro que no— dijo en medio de un suspiro, era raro que él lo hiciera. —Estoy cansado, cada vez me dejan salir menos y estoy atado al colegio. Mi vieja lo único que hace es poner sus frustraciones en mí, quiere que sea perfecto porque soy hijo único.

Lo sabía, siempre me repetía lo mismo cada vez que hablábamos del delicado tema de sus viejos, pero lo podría escuchar una y mil veces más con tal de darle una mano.

—Lo sé, y no sé qué hacer para ayudarte— solté con culpabilidad.

—Es que, no necesito que hagas nada, lo único que podés hacer es escucharme— respondió mirándome a los ojos.

Él siempre tenía la radio prendida, así que en esta ocasión no era una excepción.

—Estoy cansado— repitió con la voz rota y los ojos llenos de lágrimas.

No era buena consolando, siempre me quedaba callada y quieta cuando alguien lloraba frente a mí. 

Escuché sus sollozos hasta que junté algo de voluntad y lo abracé con fuerza, dejando que apoye su cabeza en mi hombro. Mis manos acariciaron su espalda.

—Todo va a estar bien, creeme— susurré por nuestra cercanía, no era necesario hablar alto. —Siempre voy a estar para vos.

Dije con una especie de angustia, mis ojos se llenaron de lágrimas al escucharlo así, pero no iba a llorar.

Después de un rato, respiró profundo y se separó de mí pasando una mano por los cachetes para limpiarse los restos de lágrimas. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—Gracias por haberme consolado, sé cuánto te cuesta— dijo en voz baja.

Haría lo que fuera por un amigo.

 

Guillermina Ortiz

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